(...) Existe una ceguera en bastantes científicos acerca de los problemas éticos de su actividad. Parecieran del todo indiferentes a toda consideración ética que no sea la ética del conocimiento y el respeto a las reglas del juego científico. Amparados en la clausura de su propia disciplina y en la inserción en equipos de investigación más amplios, se comprueba cierta irresponsabilidad para todo aquello que sea exterior a su dominio especializado.
(...) La sacralidad de la vida es hoy discutida por no pocos bioéticos y teóricos del Derecho. Norbert Hoerster o Peter Singer, entre otros, consideran que la máxima de la dignidad, es decir, el valor incondicional e indisponible adscrito a toda vida humana, se debe a "autoridades extracientíficas", es deudora de premisas metafísicas y está expuesto a prejuicios religiosos. Corregir esto, dicen, ha de hacer nuestra ética más justa y nuestro obrar más racional. Anselm Winfried Müller se enfrenta con lucidez a estas ideas y llega a la conclusión de que el valor incondicional de la vida no puede ser racionalmente deducido. Es más bien una premisa: es el fundamento de todas las valoraciones de carácter ético y la medida de su rectitud. Una ética que deje a nuestro arbitrio la vida humana inocente elimina las bases sobre las que descansa y sin ellas no puede haber una moral coherente.
Los derechos humanos no pueden ser fundamentados de una manera puramente racional. Fueron proclamados, y ello ocurrió sin apelar a procedencias metafísicas o convicciones religiosas (incluso con intención opuesta). Bastó la experiencia humana e histórica. Por lo demás, también la afirmación de que la vida humana tiene un valor relativo posee una base metafísica: no cabe afirmar realidad alguna más allá de la facticidad y racionalidad empírica, es decir, una fe cientificista. Parece que no existe discurso ético libre de todo presupuesto religioso o metafísico.
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